jueves, 18 de marzo de 2010

Decepción (1/8)


No había dormido bien la noche anterior, y eso le pasaba factura en su rostro. Por no hablar de su cansancio. Sentía el cuerpo pesado, incomodo. Le molestaban los brazos, no sabía que hacer con las manos sudorosas. Le picaban las palmas, sentía los dedos hinchados.
Sin embargo, a pesar de este aletargamiento, su cerebro rebozaba de actividad. Pensamientos iban y venían. Se enmarañaban, se soltaban y se volvían a enmarañar.
De hecho, esa era la causa de su desvelo. Un único pensamiento se le arremolinaba en la mente. El problema era que a pesar de ser uno solo, tenía muchas ramificaciones, posibles consecuencias. Y justamente era eso lo que quería evitar, las consecuencias. Sabía que no podía evitarlas, pero trataba de minimizar al máximo las posibles sorpresas.
Él no era así. No se reconocía. Toda su vida, 28 años muy bien vividos, habían sido desenfrenados y alocados. Sin mucho planificar. Si lo pensaba lo hacía, mejor dicho, si lo sentía se convertía en realidad. No había tiempo para las consecuencias. Igual, al final del día, tendría que lidiar con ellas. Era preferible dejarlas llegar y ya.
Pero allí estaba. Con un nudo a la garganta. Con una sed que le erosionaba la boca y la lengua. La saliva espesa, viscosa, pegajosa era difícil de tragar. Con la cabeza llena de un pensamiento que giraba y giraba. Pero con la certeza casi mística, de saber lo que tenía que hacer. Y era eso lo que más le asustaba.
Plácido se levanto de la cama y más por inercia que por voluntad, se arrastró hasta las escaleras que comunicaban su habitación con el resto de la casa.  Se mareó un poco, como sintiendo vértigo, al chequear la misma distancia de 5 escalones de la escalera tipo marinera de todos los días.
-Venga idiota, baja de una vez- dijo en un murmullo, masticando la palabras. Se aferró a los pasamanos y bajó lentamente. Se sentía sólo. ¿Estaba sólo? Ni siquiera su perra ladraba. Esa aparatosa pero leal mestiza que recogió en la Libertador, cuyo nombre se debatió entre la versión vulgar de la profesión más antigua del mundo y Manuela, en honor a la llamada “Libertadora del Libertador”, Manuelita Saenz, pero siendo bautizada como “Manu”, por ser un nombre sencillo y corto, como se recomienda usar con los perros. Era de tamaño mediano, de contextura atlética, amarilla con el hocico negro. En su ascendencia, los genes de un pastor alemán aun trataban de sobrevivir. Era un poco alocada y no había forma alguna que dejara la maña de comerse cualquier cosa que encontrara en el suelo. Una vez, consiguió 5 bolívares en monedas de 1 y de 50 centavos, en una radiografía en una visita al veterinario.
Caminó hacia la cocina. Buscaba la nevera, necesitaba agua. Fría, muy fría para ver si se le quitaba la resequedad de la boca. A medio camino entre la nevera y la lavadora, vio a Manu echada. Se veía un poco incómoda. A Plácido le pareció raro, que no se levantara a exigirle su ración de cariño matutino. Sin embargo, él se sentía mal, como para jugar o agacharse y examinarla mejor. Tomó una jarra de la nevera y bebió directamente de la botella.

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