lunes, 19 de julio de 2010

Deseo (4)


Ella, vestida con una camisa blanca de mangas ¾ y botones, unos brassiers 34B. Una falda vaporosa, tres dedos más abajo de las rodillas, color negro. Un cinturón negro con detalles en azul y plata, que hacían juego con los zapatos puntiagudos y tacón de aguja. Con unos collares de piedras, del mismo azul que el detalle del cinturón, muy largo, con 2 vueltas sobre su cuello y que se enredaba en las manos de él.
Por su parte Abel, tenía un jean azul, zapatos negros tipo mocasín con punta cuadrada, una camisa verde tornasol, manga larga y un saco, que gracias a Dios, ella ya lo había lanzado sobre uno de los sillones de la habitación.
Realmente, la ropa estaba difícil. La falda y el pantalón de él, parecían no querer desabotonarse. Tal vez era una señal, ignorada, de lo que iba a suceder a continuación.
Ella tomó el control de sus prendas y se deshizo de la falda y la camisa. Quedó solamente con la ropa interior. Unas bragas tipo “hilo”, de encaje negro. Que realzaban el blanco marfil de su piel. El brassier 34B, ofreció menos resistencia que la falda y la camisa. Al caer, se asomaron unos senos firmes y en su sitio, con unas aureolas rosadas y unos pezones erguidos, signo inequívoco de estar en la senda correcta.
El collar se había roto y en ese momento no importó. Ella tenía la cama a su espalda y se dejo caer. Abel, no podía zafarse el pantalón, pues de la emoción, se los estaba bajando sin haberse quitado los zapatos. Cuando vio el cuerpo semidesnudo de Verónica, se tomó un tiempo para observar y comenzó a sudar profusamente. Las manos le temblaban y menos podía seguir de pie mientras hacía malabares.
Y no era para menos, pues la luz tenue de la habitación, hacía un juego de claroscuro sobre el cuerpo de Verónica, haciéndola etérea, casi mágica. Su cabello negro, corto, realzaba los finos rasgos de su rostro. Sus brazos, delicados, pero mostraban las huellas de la práctica deportiva. Su abdomen plano, marcado, aunque signado por el eterno reclamo por excesos de días anteriores. Sus piernas, torneadas, largas. Esbeltas. Parece mentira, que durante su adolescencia, esas mismas piernas le hubiesen causado tanto dolor. En el colegio la llamaban “avestruz”, por lo rápido que corría y por lo largas y flacas que eran esas mismas piernas que han hecho babear a más de uno.
Y allí estaba Abel, babeando y balbuceando. Con la camisa abierta, una pierna fuera del pantalón, con la media puesta. Y la otra pierna, entablando una lucha sin cuartel para salir con el zapato puesto.
Ella sonrió y esta vez fue ella quien lo atrajo hacia la cama y buscó su boca. Los labios se encontraron uno contra otro, mientras las manos de ella hacían ágiles movimientos para sacarle la camisa. De pronto, una desesperación se apoderó de Abel y abrió la boca, como un pez fuera del agua. Y literalmente se tragó los labios carnosos de Verónica. Al saberse liberado de la camisa, la abrazó, con una mano por la cintura y la otra apretándole la cara contra la de él, al tiempo que sacaba la lengua. Esta parecía un instrumento de tortura medieval, moviéndose de manera desenfrenada a lo largo y ancho de la boca y la garganta. ¿Tal vez Abel tenía un injerto en la lengua, qué la hacía más larga de lo normal?
Instintivamente Verónica quiso zafarse, pero fue lanzada con fuerza sobre la cama, por lo menos ya no tenía esa larga lengua registrándole la boca de manera poco natural. Sin embargo lo que vino no fue mejor, las manos torpes de Abel comenzaron a apretarle los senos, como si quisiera exprimirles el jugo. Por momentos dejaba de hacer eso y se concentraba en los pezones, como si fuesen la perilla de un radio viejo y estuviese sintonizándolo.

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