lunes, 28 de junio de 2010

Deseo (1)

Allí estaba él. Sentado en el mueble viendo televisión. Fútbol, como siempre. Bailando entre el borde del asiento y el espaldar, según la emoción del momento. Según anduviese el equipo. Con gestos en la cara que denotaban su desesperación cuando perdían el balón, o el grito mudo de gol, cortado de golpe, por los escasos centímetros que separaban el esférico del fondo de la red. Ese, no era un buen momento para acercársele, cuando lo interrumpían no decía nada, pero como lo sufría.
Era tácito, todos sabíamos eso, bueno, yo lo sabía, pero Delia no hacía otra cosa que preguntarle y hablarle de cualquier cosa, en ese preciso momento. Él volteaba un par de veces, sonriendo. La tercera vez, su mirada gélida se posaba sobre ella, mirándola con sumo desprecio. Y si se aventuraba a una cuarta, se paraba y apagaba el televisor, a la vez que decía, “Bien, hoy no es día de fútbol. Tampoco es que me importe. Como no me gusta, no hay problema” y se dirigía al cuarto y se recostaba en la cama a ver el techo.
Muchas veces vi esa escena entre Delia y Agustín, suficiente con la primera para saber que no lo debía hacer. Realmente fueron más de las que debí ver. Lo peor es que no terminaban sólo en eso. Al final, se creaba una bola de nieve que los hacía enmudecer de 3 a 4 horas. Y yo, en el medio, la amiga de los dos.
Un grito de gol, sacó a Verónica de sus pensamientos. Agustín saltaba como poseído y se abrazaba con fanáticos imaginarios. Pues solo estaban ella, Delia y él.
“!No joda! Así papá, así es que se gana, ¡pa’ que sean serios! ¡Y dónde están y dónde están, los hijoe’…”
Su cántico de celebración fue interrumpido por Delia, que venía saliendo del cuarto. “!Niño, contrólate! ¿ya vas a empezar con tus vulgaridades? ¿De qué barrio fue que te saqué?
Agustín frenó en seco. Su rostro se endureció un poco, pero no perdió la sonrisa. Verónica, se arrimó a la cocina, esperando que iniciaran la discusión. Delia miraba a Agustín y él, con el rabillo del ojo veía las repeticiones, sin quitar la cara en dirección de su novia. No paso nada, nadie dijo nada.
Delia, sintiéndose vencedora se volteó y entró a la cocina. Abrió la nevera y Verónica tuvo que contener la risa a causa de las muecas de burla que hacía Agustín, remedando a Delia, que ya cerraba la puerta y con un termo de agua se sentaba en la mesa.“ ¿Qué te pasa, Vero? Y ¿esa cara?”
Verónica, también tomaba asiento mientras sostenía una mirada pícara y cómplice de Agustín.
Y así continuaron los minutos. Delia y Verónica hablando de ofertas, de color de esmalte de uñas, de unos vestidos, de sus madres y de una que otra indecencia; en fin, cosas de mujeres. Mientras Agustín disfrutaba de las bondades terrenales de un buen domingo de fútbol, con un aun mejor resultado. Una “bocata”, tortilla de papas con chorizo español y en un pan canilla, para acompañar a las cervezas, muy frías, sacadas del congelador minutos antes del pitazo inicial y arregladas en una cava, convenientemente cerca del sofá.
Delia interrumpe su conversación cuando siente que Agustín se levanta. –“ ¿Se terminó ya?- ¡Hey! Ni lo sueñes, cuidadito con acercarte a la tele, que es sólo el descanso. Voy al baño y vuelvo”
Verónica, volvió a sonreír. Esta vez fue más evidente, realmente encontraba muy divertida la lucha de poderes por hacerse del control remoto. Y sin darse cuenta dejó que la mirada se le fuera a las piernas de Agustín, muy destapadas pues usaba un short de correr, corto, de color naranja. Con unas buenas pantorrillas bien torneadas y adornadas, en las bases, con unos tatuajes de alas, como las de las sandalias aladas del dios romano Mercurio.

miércoles, 23 de junio de 2010

Desasosiego (3/3)


Un último pedazo de su masculinidad cayó al piso y se rompió estrepitosamente contra el piso. Él no era lo suficientemente hombre para ella. Su pecado, haberla querido tanto, más que a su vida, más que a él. Más que a todo. Y así le pagaba, ella quería todo lo que Abel no era.
Luego de escuchar esta noticia, en sus labios hicieron cola cualquier cantidad de insultos y barbaridades para tratar de salir y cachetear a la creadora de tanto dolor. Su mente se encontraba al borde del colapso, pues la rápidez de sus pensamientos, le nublaban la vista. La frente se llenaba de sudor frío. Ese que pone los pelos de punta. Sus manos perdían la fuerza para llevar a cuestas la maleta. Una carga más grande él llevaba encima. Su dolor.
Pronto los lentes se empañaron. Esos lentes que tanto el cuidaba. Sí, los redonditos, esos que lo hacían parecer a John Lennon, esos que le conferían un aire de hippie perdido en el tiempo. Tanteo para buscar el pañuelo y no lo encontró. ¿Donde estaba?
Será el bolsillo izquierdo o derecho del pantalón. Tal vez en el bolsillo interno de la chamarra. Pero no apareció el bendito pañuelo y la vida parecía irse en ello. Que importaba ya el dolor causado. El problema era encontrar el pañuelo para poder limpiar los lentes de Beatles y tratar de tomar el pómulo de la puerta y salir tan lejos como los pies y piernas le dieran.
“-¡Termina de irte!”, pareció más que una orden, una suplica al fin de una pesadilla. Termina de irte fue una invitación a recoger lo poco que quedaba de la integridad y masculinidad de Abel y retirarse en busca de un futuro mejor. Termina de irte fue lo que escuchó antes de sentir como su desasosiego lo dominaba. Termina de irte fue lo último que escucho cuando, a lo lejos, escurrió el sudor de la frente con el pañuelo.

lunes, 21 de junio de 2010

Desasosiego (2/3)


La mente de Abel era un torbellino de ideas que no lo dejaban hablar. Pensaba más rápido de lo que podía articular palabra alguna y eso lo que hacía era desesperarlo más. Presionarlo más, sobre una situación que ya estaba lo bastante mal por sí sola.
El llanto trató de salir, pero lo contuvo. Siempre tuvo miedo a mostrarse vulnerable y siempre que lloraba lo hacía en estricta intimidad. Él y su dolor, su dolor y él eran los invitados a las salobres caricias que recorrían la mejilla del uno a causa del otro. Cuantas noches de desvelo, cuantas horas bajo el agua malgastada de la ducha, llorando en soledad, en soledad llorando parte de su angustiosa situación, situación de la cual, en parte, era culpable.
Cuantas lágrimas habían explorado su geografía a causa de su incondicional estado de soponcio amoroso. Cuantos dolores detuvo, antes de aflorar, en la calle, delante de la gente. Cuantos desplantes tuvo que soportar. Sólo, por el único deseo de ser querido, de que sintieran lo mismo que él.
Pero bueno, así era Abel. Él más grande de los buenos, el bueno buenote, tan bueno que rayaba en lo papanatas. El pobre de Abel, tal vez soportando el peso de una maldición bíblica que lo lleva a duros golpes por el camino de la vida. Pobre Abel.
Al llegar a la puerta, acertó a decir una frase, “yo te amo, no me quiero ir” fue lo único que su garganta anudada permitió decir claramente. Pero la respuesta que recibió fue fulminante como un dardo eléctrico enviado por el dios supremo Griego, una risa acampanada, con un estruendo metálico de trompeta, disiparon cualquier duda. Ella no lo quería más allí. Y su lastimero comentario fue el detonante para la última humillación.
- “Sabes, me cansé de tus caricias torpes y tu cariño baboso. Me cansé de que me ames. Necesito que me cojan, que me maltraten, que dejen de ponerme el mundo a los pies... y definitivamente, tu no puedes darme eso.”

viernes, 18 de junio de 2010

Desasosiego (1/3)


Al no encontrar respuestas, cogió su maleta y se fue. Así terminaba lo que fue un capitulo para el olvido en su vida. Creyó que podía rescatar aquello que amaba, su siempre optimista estado de ánimo lo hizo pensar que podía sobrevivir y culminar de manera exitosa lo que, en un momento, comenzó de manera especial y bella.
Pero por supuesto, no fue así. La vida, que siempre enseña de la manera más difícil, a golpes, había sentenciado que esta historia no tenía un final feliz.
No había forma de interponerse entre la vida y sus designios. No valía ánimo, no valía espíritu, no valía la actitud. Sólo la sentencia firme y cruel de la vida podía tomar forma, dejando sin salida a aquellos ilusos que se creen responsables de sus vidas.
Oh, patéticas vidas de aquellos que con una sonrisa en sus rostros enfrentan los obstáculos del día. Patético intento de evitar lo inevitable. Como hay de esas personas. Abel, era una de ellas.
Volteó y se encontró con una parca expresión de desprecio, esas que son muy sutiles pero que duelen un mundo. Esas que sin dolor, desgarran la carne viva y cuando uno se da cuenta, es muy tarde. El daño esta hecho.
Comenzó la odisea interna, en la cual luchaban sin tregua las ganas de quedarse y completar la misión, contra las ganas de salir corriendo y gritar a todo pulmón que todo estaba perdido.
Cuantas cosas pasan por la cabeza en ese momento, los triunfos, las derrotas, el que dirán. En fin, un sin número de situaciones reales o ficticias que degeneran la mente creando estados de angustia y desesperación, difíciles de soportar. Incluso para aquellos que claman fortaleza interna.

miércoles, 2 de junio de 2010

Llegó la hora (3/3)


Mientras todo esto ocurría en la mente de Doña Brígida, en la realidad; mejor dicho en el exterior, su enfermero Ángel, hacia hasta lo imposible para traerla de vuelta. Le tomaba el pulso, y en vez de recibir signos positivos, los recibía negativos. Ángel temblaba, para sus adentros se trataba de dar toda clase de ánimos, y recordaba lo primero que había aprendido en las lecciones de primeros auxilios. Llamó a Estela y le pidió que llamara a la clínica para que la vinieran a buscar. En ese momento se entablaba una lucha milenaria, que no podía contabilizarse por todas las veces que había sucedido; la lucha entre la vida y la muerte. Por el lado de la vida luchaban Ángel y sus conocimientos, pero por el lado de la muerte luchaban el tiempo y las ganas, que más que ganas era resignación, Doña Brígida estaba entregada a la idea de irse definitivamente de este espacio terrenal. Sus cartas estaban echadas, ya no podía retroceder... Ángel desesperaba cada vez más, y Estela entraba en pánico.
Algo pasó, en el rostro de Estela, se cruzaron los colores de la desesperación y el dolor; Ángel titubeó, sintió como las piernas le fallaban y no le respondían. Lo inevitable, llegó y en el rostro de Doña Brígida la calma, la paz y la tranquilidad florecieron junto con una sonrisa. 

Llegó la hora (2/3)

En su mente volvió la tranquilidad, de nuevo soñó, esta vez si era de un pasado medianamente antiguo, y que revivía sus años mozos, antes de conocer a Don Bartolomé; cuando aun vivía con  sus padres y trabajaba en la Ferroviaria Nacional, en la zona de oriente. Cuanto pudo ayudar a su padre, que aun enfermo velaba por las necesidades de su familia y solo la terquedad de Doña Brígida logró que bajara el ritmo de trabajo y que fuera ayudado por sus hijos. Sus manos ya no se encontraban sobre su cuello, sino que descansaban plácidamente con las palmas hacia arriba sobre la cama, su figura; tendida de esa manera sobre la cama rememoraba a las imágenes cristianas que representan la elevación de Jesucristo a los cielos.
Doña Brígida recordó la muerte de su padre, se acordó del funesto día, el cual se encontraba encapotado, con cortas precipitaciones sobres los dolientes y el ataúd. Vio a su madre, no lloraba, pero en su rostro se podía sentir el dolor; los ojos rojos, por las noches de llanto y por los días de abstinencia. Sintió su propio dolor, ¡ay! Cuanto dolor por la muerte de Don Bartolomé, quiso ser como su madre pero no pudo. No pudo. Por ver la imagen de su hija Estela, arrojarse sobre el ataúd ya cerrado; mientras trasladaban el cuerpo inerte de Don Bartolomé a su última morada, produciendo un desequilibrio a las personas que lo cargaban, y tumbando la urna al piso.
De nuevo la respiración de Doña Brígida se hizo más pesada, sus párpados se entreabrieron, sus manos fueron hacia su pecho, hacia el corazón ya que se le estaba poniendo chiquito, el dolor era una punzada, como si su corazón fuera el alfiletero de una costurera y esta estuviese guardando sus herramientas de trabajo. Temblaba, y sudaba, sudaba y temblaba; las lágrimas se mezclaban con el sudor, un sudor frío que helaba su camino recorrido sobre el cuerpo. Esbozó la imagen de su hija llorando sobre su urna, lo cual produjo más llanto y dolor; a su vez ese dolor traía como consecuencia la mayor dificultad para respirar, y un silbido estremecedor salía de sus entrañas. Su rostro se estaba azulando, como producto de la inminente asfixia, que la atacaba en ese momento; sintió que la hora había llegado y esperó ver a su esposo o a la luz brillante y blanca que supuestamente lo ilumina a uno cuando se muere, el camino al cielo, al Paraíso. Ella pensaba que había vivido una buena vida, y no merecía ir al infierno.