La mente de Abel era un torbellino de ideas que no lo dejaban hablar. Pensaba más rápido de lo que podía articular palabra alguna y eso lo que hacía era desesperarlo más. Presionarlo más, sobre una situación que ya estaba lo bastante mal por sí sola.
El llanto trató de salir, pero lo contuvo. Siempre tuvo miedo a mostrarse vulnerable y siempre que lloraba lo hacía en estricta intimidad. Él y su dolor, su dolor y él eran los invitados a las salobres caricias que recorrían la mejilla del uno a causa del otro. Cuantas noches de desvelo, cuantas horas bajo el agua malgastada de la ducha, llorando en soledad, en soledad llorando parte de su angustiosa situación, situación de la cual, en parte, era culpable.
Cuantas lágrimas habían explorado su geografía a causa de su incondicional estado de soponcio amoroso. Cuantos dolores detuvo, antes de aflorar, en la calle, delante de la gente. Cuantos desplantes tuvo que soportar. Sólo, por el único deseo de ser querido, de que sintieran lo mismo que él.
Pero bueno, así era Abel. Él más grande de los buenos, el bueno buenote, tan bueno que rayaba en lo papanatas. El pobre de Abel, tal vez soportando el peso de una maldición bíblica que lo lleva a duros golpes por el camino de la vida. Pobre Abel.
Al llegar a la puerta, acertó a decir una frase, “yo te amo, no me quiero ir” fue lo único que su garganta anudada permitió decir claramente. Pero la respuesta que recibió fue fulminante como un dardo eléctrico enviado por el dios supremo Griego, una risa acampanada, con un estruendo metálico de trompeta, disiparon cualquier duda. Ella no lo quería más allí. Y su lastimero comentario fue el detonante para la última humillación.
- “Sabes, me cansé de tus caricias torpes y tu cariño baboso. Me cansé de que me ames. Necesito que me cojan, que me maltraten, que dejen de ponerme el mundo a los pies... y definitivamente, tu no puedes darme eso.”
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