Un último pedazo de su masculinidad cayó al piso y se rompió estrepitosamente contra el piso. Él no era lo suficientemente hombre para ella. Su pecado, haberla querido tanto, más que a su vida, más que a él. Más que a todo. Y así le pagaba, ella quería todo lo que Abel no era.
Luego de escuchar esta noticia, en sus labios hicieron cola cualquier cantidad de insultos y barbaridades para tratar de salir y cachetear a la creadora de tanto dolor. Su mente se encontraba al borde del colapso, pues la rápidez de sus pensamientos, le nublaban la vista. La frente se llenaba de sudor frío. Ese que pone los pelos de punta. Sus manos perdían la fuerza para llevar a cuestas la maleta. Una carga más grande él llevaba encima. Su dolor.
Pronto los lentes se empañaron. Esos lentes que tanto el cuidaba. Sí, los redonditos, esos que lo hacían parecer a John Lennon, esos que le conferían un aire de hippie perdido en el tiempo. Tanteo para buscar el pañuelo y no lo encontró. ¿Donde estaba?
Será el bolsillo izquierdo o derecho del pantalón. Tal vez en el bolsillo interno de la chamarra. Pero no apareció el bendito pañuelo y la vida parecía irse en ello. Que importaba ya el dolor causado. El problema era encontrar el pañuelo para poder limpiar los lentes de Beatles y tratar de tomar el pómulo de la puerta y salir tan lejos como los pies y piernas le dieran.
“-¡Termina de irte!”, pareció más que una orden, una suplica al fin de una pesadilla. Termina de irte fue una invitación a recoger lo poco que quedaba de la integridad y masculinidad de Abel y retirarse en busca de un futuro mejor. Termina de irte fue lo que escuchó antes de sentir como su desasosiego lo dominaba. Termina de irte fue lo último que escucho cuando, a lo lejos, escurrió el sudor de la frente con el pañuelo.
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