En su mente volvió la tranquilidad, de nuevo soñó, esta vez si era de un pasado medianamente antiguo, y que revivía sus años mozos, antes de conocer a Don Bartolomé; cuando aun vivía con sus padres y trabajaba en la Ferroviaria Nacional, en la zona de oriente. Cuanto pudo ayudar a su padre, que aun enfermo velaba por las necesidades de su familia y solo la terquedad de Doña Brígida logró que bajara el ritmo de trabajo y que fuera ayudado por sus hijos. Sus manos ya no se encontraban sobre su cuello, sino que descansaban plácidamente con las palmas hacia arriba sobre la cama, su figura; tendida de esa manera sobre la cama rememoraba a las imágenes cristianas que representan la elevación de Jesucristo a los cielos.
Doña Brígida recordó la muerte de su padre, se acordó del funesto día, el cual se encontraba encapotado, con cortas precipitaciones sobres los dolientes y el ataúd. Vio a su madre, no lloraba, pero en su rostro se podía sentir el dolor; los ojos rojos, por las noches de llanto y por los días de abstinencia. Sintió su propio dolor, ¡ay! Cuanto dolor por la muerte de Don Bartolomé, quiso ser como su madre pero no pudo. No pudo. Por ver la imagen de su hija Estela, arrojarse sobre el ataúd ya cerrado; mientras trasladaban el cuerpo inerte de Don Bartolomé a su última morada, produciendo un desequilibrio a las personas que lo cargaban, y tumbando la urna al piso.
De nuevo la respiración de Doña Brígida se hizo más pesada, sus párpados se entreabrieron, sus manos fueron hacia su pecho, hacia el corazón ya que se le estaba poniendo chiquito, el dolor era una punzada, como si su corazón fuera el alfiletero de una costurera y esta estuviese guardando sus herramientas de trabajo. Temblaba, y sudaba, sudaba y temblaba; las lágrimas se mezclaban con el sudor, un sudor frío que helaba su camino recorrido sobre el cuerpo. Esbozó la imagen de su hija llorando sobre su urna, lo cual produjo más llanto y dolor; a su vez ese dolor traía como consecuencia la mayor dificultad para respirar, y un silbido estremecedor salía de sus entrañas. Su rostro se estaba azulando, como producto de la inminente asfixia, que la atacaba en ese momento; sintió que la hora había llegado y esperó ver a su esposo o a la luz brillante y blanca que supuestamente lo ilumina a uno cuando se muere, el camino al cielo, al Paraíso. Ella pensaba que había vivido una buena vida, y no merecía ir al infierno.
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