jueves, 21 de abril de 2011

La Misión (4/10)


Todo continuó así, hasta la fatídica noche en la que, luego de un percance con el rebaño, su esposa le vio una marca en la espalda, que según él tenía desde niño. Su mujer se lo confesó todo; le contó de donde venía esa marca, marca puesta por ella y por su padre, le habló de la pesadilla que la invadió y el miedo que tuvo.
Él lloró amargamente al conocer toda la historia, la madre de sus dos hijos, la misma madre que por un sueño lo abandonó, un sueño en el que a él lo mostraban como el causante de toda la desgracia del pueblo hebreo, el causante de una gran catástrofe. Su padre fue ese mismo extranjero que le preguntó por su dolor; y que junto con su madre, decidieron abandonarle, lo marcaron en la espalda y lo metieron en una cesta que luego arrojaron al río. Su vida siempre fue difícil y signada por la traición. Su esposa, su madre, eran las mismas personas. Luego de 15 ó 20 años y del parricidio, se reencuentra con su madre y sin saber quien es ella, la toma como esposa, toma todas sus posesiones y además le da dos hijos, de los cuales él ya no sabe nada.
Se sienta en una roca algo consternado y dirige su mirada hacia la hilera de hogueras que ya casi ni se ven; el cielo que antes estaba despejado se tornó nublado y con signos de tormenta. Hace tanto tiempo que no llovía, eso era una señal, estaba seguro de que era una señal, una muy buena, demostraba que lo que había hecho no era malo, más bien era bueno, mejor que bueno, era beneficioso para todo el pueblo. Uno pagaba, los demás se liberaban.
Sin embargo, la tranquilidad no llegó a su interior tan rápido como en la otra oportunidad. Se enjugó las lágrimas y se incorporó; buscaba algo con la mirada, esa mirada de quien busca infructuosamente consuelo espiritual en las cosas materiales; dejó su vista quieta en una esquina del cobertizo, sobre un montón de cuerdas amontonadas. De nuevo en voz alta dijo: “Lo hice por nuestro bien”. Y su voz se perdió en la inmensidad del desierto.

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